ORDEN sacerdotal
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   El sacramento del Orden es un signo sensible de la gracia, instituido por Jesús para consagrar a algunos seguidores suyos para una tarea eclesial de celebración litúrgica y de animación pastoral. Esto significa que el sacerdote se orienta, por su naturaleza y misión, a la celebración, a la evangelización y a la animación espiritual.
   En este sacramento, por la imposición de manos y la oración del Obispo, se confiere a algunos cristianos llamados por Dios y elegidos por la Iglesia, un poder espiritual y la gracia necesaria para ejercerlo santamente.

   1. Sacramentalidad del Orden

   El Orden es un sacramento especial y concreto. Consagra a quien lo reci­be ante Dios y ante la comunidad.
  -  Decir sacramento indica que es signo, gesto o acción, que es sensible y externa y por lo tanto se percibe por quien lo administra, por quien lo recibe y por cuantos se hallan presentes como testi­gos.
  - El con­cepto de consagración indica dedicación, compromiso o entrega por motivo religioso a una misión querida por Dios. Y también insinúa la iniciación de un estado sobrenaturalmente diferente al del cris­tiano que no lo ha recibido.
  - El término "Orden" sintetiza ambos conceptos y es de origen latino (ordo), expresando entre los romanos la idea de  grupo, nivel, categoría o función social. Los cristianos de los primeros siglos aplicaron el término a diversas situaciones sociales: presbíteros, diáconos, viudas, vírgenes, evangelistas, etc.
   El Catecismo de la Iglesia Católica describe, más que define, el Orden como "sacramento por el cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el final de los tiempos" (N 1537)
   En cuanto sacramento, es una reali­dad visible, social y significativa de la gracia que recibe el ordenado. Pero también expresa la intermediación de la gracia que está destinado a conseguir y distribuir el ordenado en la comunidad.
   Por eso históricamente se usaron otros términos paralelos al de ordenación, como son el de sacerdocio y de ministerio. A quienes lo han recibido se les denomina­ "ordenados", "ministros" (servidores) y "sacerdo­tes" (hacedores de cosas santas) fijando la atención en su función eclesial.
    También se refiere a los "clérigos" (kleros, en griego suerte, herencia), aludiendo a su pertenencia al grupo elegido por Dios y por la comunidad para una función selecta.

   1.1. Ordenación

   El sentido de "Ordenación" recoge, más por la función del ordenado que por su consagración, la dimensión o situación social del ordenado. El ordenado pasa a formar parte del grupo específico, destinado a tareas de culto.
   Entre los primeros cristianos sintetiza la misión cultual de los "sacerdotes del Templo de Jerusalén" y la función social que solían tener en el mundo helenístico los sacerdotes y las sacerdotisas de los templos dedicados a las diversas divinidades.
   El cristiano "ordenado se organiza en "cuerpo social" o clero, y actúa como "funcionario" de la Iglesia. Para las obras de caridad los Diáconos, para la animación y gobierno los Obispos y los Presbíteros.
   La ordenación introduce, por lo tanto, en una dignidad o categoría conocida y reconocida por los demás. Incluso se desarrolla pronto en las primeras comunidades un reparto de tareas o funciones, que se gradúan por su necesidad o importancia y en cuya escala se puede ascender o descender, según se ejerzan unas funciones y otras en dependencia de la autoridad y de la comunidad.
   El ordenado se diferencia de los de­más, por cuanto ejerce un poder, dere­cho, deber o autoridad. Al mismo tiempo se organiza con respecto a los que han recibido la misma dignidad, estableciendo una estructura interior y respondiendo a una disciplina predeterminada para conseguir el mejor orden y funcionamiento en la sociedad.
   Desde este punto de vista social e histórico, el que ha recibido el sacramento del orden se encuadra en un cuerpo eclesial singular. Es la "clericatura". Los clérigos, como cuerpo, sirven a la comunidad eclesial y se diferencian de los "laicos" (laos, pueblo) o gentes populares. Esté en función de la comunidad (funcionarios), al servicio de la misma (ministros), en un grado o nivel variable (escala y jerarquía diferente), el "ordenado" siempre tiene una misión singular que se recibe con el sacramento.

   1.2. Sacerdocio

   La misión recibida es sagrada. No basta la referencia orgánica para entender lo que es el Orden. El concepto de sacerdocio va más allá. Es paralelo al de sacrificio, santificación o consagración.
   Implica la disposición espiritual hacia la santidad, idea imprescindi­ble para desentrañar el concepto de sacerdocio. Por eso hablamos de sacerdo­cio como de algo o alguien que tiene que ver con la santidad, con la perfección, con la dedicación a Dios.
   El que ha recibido el orden es sacerdote: hace cosas santas para sí y para los demás. Acepta vivir en santidad y procura en los demás la santidad. A ella se dedica y se consa­gra; y vive en fun­ción de ella.
   Es un hombre como los demás. Pero lleva un signo de consagración o dedica­ción que los demás no poseen. Pertene­ce al mundo, pero ya no es del mundo, pues un signo miste­rioso anida en él y le ha hace diferente, le consagra a la divi­ni­dad, con cierta sepa­ración de la profa­ni­dad. Es secular (que vive en el "siglo") o religioso (que está ligado o religado con votos); pero se ha consagrado a algo diferente, que no es el trabajo, el matrimonio, las posesiones materiales o riquezas, las tareas de la ciencia, cultura, arte o política, propias de los demás.
   Y no sólo en el ámbito cristiano, sino en todas las demás religiones, el sacer­dote hace referencia a su función o mi­sión sagrada o consagrada. Y orienta a los que se le acercan hacia la divinidad y al culto en el templo a ella dedicado.

    1.3. Ministerio

    Por ese trabajo y dedicación, se alude en castellano con el término de ministro, de servidor, a quien ha recibido el Orden sacerdotal. Su ministerio, labor o empeño social se orienta a trabajar por los de­más. Por eso el Orden implica renuncia a la propia comunidad (familia) y exige orientación de la vida hacia una misión en de entrega a los demás.
   Esa abnegación implica una disposición de entrega altruista (ministerio), pero también de pertenenciaa organización de servicio eclesial.
   En cuanto ministro, se presupone en el ordenado la orientación de su vida hacia el trabajo apostólico, superando los intereses materiales de "oficios y beneficios", es decir de prestigio o de mando y de seguridad o comodidad.
   El ministerio implica disponibilidad y por eso el ordenado se pone al servicio de la comunidad, por medio de la autori­dad, transcendiendo el tiempo (horarios y reglamentos) y los lugares (localización o vinculación territorial).
   Y en particular, situado en la comunidad, ejerce su ministerio con referencia a una tarea especial que se le encomienda. En el vocabulario eclesial los diversos oficios han originado una rica terminología ministerial eclesial.
   Es cura, el sacerdote que ejerce un "cuidado" (cura) de almas, de personas. Es párroco, si su demarcación es una "parroquia" o territorio determinado. Es coadjutor (coayudador), si colabora con otro en determinada labor o trabajo. Es capellán (si cuida o atiende una capilla). Es arcipreste, si anima, coordina o alienta a diversos prestes o sacerdotes de una zona.

   1.4. Originalidad eclesial.

   El sacramento del Orden fue instituido por Cristo, que quiso en su comunidad la existencia de personas especialmente consagradas y ordenadas a una tarea de dirección y animación de los demás.
   Contra la doctrina católica, sostenida en la Iglesia desde el principio, surgieron en ocasiones actitudes heterodoxas que negaron la existencia de tal sacramento y consideraron el sacerdocio como una forma organizativa buena y tradicional, pero ajena a la voluntad explícita del Señor, que a todos sus seguidores constituyó en evangelizadores.
   Los negadores del sacerdocio especifico: albigenses, cátaros, espirituales medievales, etc. prepararon la doctrina protestante del sacerdocio universal de los laicos. Desde el comienzo de su Reforma, Lutero y los teólogos como Felipe Melanchton entendieron que es la comunidad la que designa un pastor o animador y no tiene sentido que la jerarquía, la autoridad, elija y ordene a algunos miembros de la comunidad para el servicio especial del culto y de la santificación de sus hermanos. Consecuentes con su idea de la única mediación de Cristo en la concesión de la gracia, negaron la conveniencia y la existencia de otros mediadores.
    El Concilio de Trento salió al paso de tal actitud y doctrina y refrendó las antiguas definiciones eclesiales sobre el sacerdocio. Declaró que existe en la Iglesia católica un sacerdocio visible y externo (Denz. 961), que la jerarquía o autoridad consagrada por un sacramento, el del Or­den, ha sido instituida por ordenación divina (Denz. 966), que un espe­cial estado sacerdotal, distinto del laical o bautismal, es algo querido por Cristo y no inventado por la Iglesia con el paso de los siglos, que para acceder a ese sacerdocio se requiere voluntad libre, preparación y vocación, tanto divina en el fuero de la conciencia, como eclesiástica o social, que es la aceptación por parte de la autoridad.
    Para el ingreso en ese estado o situación eclesial, Cristo estableció un sacramento específico, el sacramento del Orden, que se ha conservado desde el principio.

            

Los Apóstoles, ordenados ellos por el mismo Cristo, transmitieron su poder sagrado a sus sucesores, mediante la consagración, y "ordenación", imponiendo las manos como signo sensible de la gracia. Eligieron sus sucesores, que a su vez ordenaron a los posteriores a lo largo de los siglos. Los Apóstoles y la Iglesia precisaron las formas, grados y funciones de cada uno

     El concilio de Trento definió: que "existe un sacerdocio visible y externo con potestad de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y la sangre del Señor y también de perdonar los pecados"(Denz. 961); que "el Orden en verdad es Sacramento instituido por Cristo Señor”. (Denz. 963); y que "en la Iglesia hay Órdenes mayores y menores por los que, como por grados, se accede al sacerdocio." (Denz. 962). La definición tridentina, con todo, alude a la identidaddel sacramento en general, pero no a la de cada uno de los Ordenes o grados en particular, aspecto que quedó para la posterior definición y clarificación de la Iglesia.

 

   

 

 

    2. Prueba de Escritura

    En la Sda. Escritura aparece ya con claridad la elección y dedicación de algu­nas personas para una misión de evangelización y de jerarquía ecle­sial. (Mt.  16.19; Lc.  22.19. Jn. 20.22)
   Y aparece con nitidez que la dedicación y ordenación de estas personas no sigue las formas y estilos de los sacerdotes del Antiguo Testamento, con las funciones sacrificiales del Templo y con las características heredita­rias y familiares de los sacerdotes judíos.

   2.1. Referencias evangélicas

   En los textos evangélicos no se recoge la explícita distinción entre sacerdotes y discípulos. Pero se advierte la especial elección de "Do­ce" y se diferencia de los discípulos, que en ocasiones fueron 72 (Lc. 10.1 y 17) también elegidos y designados por el Señor.
   Es claro que Jesús quiso que entre sus seguidores una Jerarquía o Autoridad, representada por los Apóstoles y por Pedro al frente de ellos. "Jesús eligió a doce de sus discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus y para curar toda clase de enfermedades y dolencias. Estos son los nombre de los doce. El primero, Simón Pedro, y también su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan, Felipe, Bartolomé, Tomás, Mateo el publicano, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, que fue quien le traicio­nó después." (Mt 10. 1-3)
   A ellos les dijo: "Haced esto en memoria mía" (Lc. 22.19), concediéndoles el poder de celebrar la Eucaristía; y les dijo: "a los que perdonéis los pecados, Dios se los perdonará" (Jn. 20.22), en alusión a su capacidad de administrar el perdón a los hombres.
   A ellos les envió como mensajeros por el mundo: "Como mi Padre me envió, también yo os envío a vosotros". (Jn. 20. 21) Y les expresó la razón: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, lo hace con mi Padre que me ha enviado" (Mt. 10. 40)
   Jesús quiso esa autoridad, esa jerarquía, ese "sacerdocio" en la Iglesia, y resulta indiscutible que su voluntad no se agotó en los discípulos presentes sino que se transmitió a todos los discí­pulos venideros.

   2.2. Referencias posteriores

   En las Epístolas paulinas y en el Libro de los Hechos, se recogen los datos de cómo los Apóstoles entendieron la existencia de diversos modos de ejercer el sacerdocio: presbiterado y diaco­nado.
   Se habla de la institución de los diáconos, con la misión de administrar la caridad en la comunidad: "No es bueno que nosotros descuidemos la palabra por las mesas... Eligieron siete varones de buena reputación lleno de Espíritu Santo... Los presentaron a los Apóstoles, quienes, después de orar, les impusieron las manos" (Hech. 6. 1-6)
   También se alude a la insti­tución de los presbíteros: "Constituyeron presbíteros en cada iglesia por la imposición de las manos, orando y ayunando, y los encomendaron al Señor". (Hech 14. 22)
   San Pablo es el que más referencias explícitas tiene a la dedicación y consagración de personas a la función cultual y pastoral en la comunidad. Escribe a su discípulo Timoteo: "Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos." (2 Tim. 1. 6). Y en otro lugar: "No descuides la gracia que posees, que te fue conferida en medio de buenos augurios con la imposición de las manos de los presbíteros". (1 Tim. 4. 14)
   Al margen de los problemas exegéticos que estos términos suscitan: diáco­nos (servidores), presbíteros (ancianos), obispos (vigilantes) y del valor semántico y etimológico que estos términos puedan tener, lo importante es consignar que ya en tiempos apostólicos había "cargos" comunitarios, que requerían particular "ordenación" y que no todos los creyentes poseían en la comunidad.
   Se advierte la idea de la graduación de los servicios y de la jerarquía eclesiástica o autoridad sagrada.
   Y se alude al modo de acceder a ella, por singular ceremonia de imposición de manos y de oración. Este gesto, signo sensible o sacramento, concedía y sigue concediendo a los receptores poder espiritual querido por Cristo y reconocido por los demás miembros de cada comunidad.
   Además se presenta ese poder sagrado como una gracia o don divino para la comunidad, como "carisma". Ante él es preciso guardar fidelidad. Por eso se reclama mucha reflexión y piedad ante ese don al que no todos son llamados. S. Pablo dice a Timoteo: "No seas precipitado en imponer las manos a nadie." (1 Tim. 5. 22).

   3. Evolución y Tradición

   El desarrollo de la función sacerdotal después de la muerte de los Apóstoles se orientó al mayor servicio de la comunidad creyente y originó el desarrollo de los diversos niveles o grados que la misma comunidad cristiana fue precisando para su atención religiosa.
   Cuando en el siglo IV la Iglesia quedó estabilizada como sociedad mayoritaria e influyente, al menos en las urbes romanas y griegas, surgieron nuevos modos o niveles de pertenencia al estamento sacerdotal o clerical. Pero siempre se mantuvo el valor del signo de la imposición de las manos para comunicar la gracia del ministerio.
   Los testimonios de las Iglesia occidentales son más abundantes que los de Oriente. Pero todos confluyen en lo mismo: hay un ministerio que proviene de la imposición de manos; y hay una jerarquía "ordenada".
   S. Gregorio Niseno compara la ordenación sacerdotal con la consagración de la Eucaristía: "Esta misma virtud de la palabra hace al sacerdote excelso y venerable, segregado de las gentes por la novedad de su ordenación. Ayer y anteayer era todavía uno de tantos, uno del pueblo. Y ahora se convierte de repente en guía, prefecto, maestro de la piedad, consumador de los misterios recónditos. Y eso sin que haya cambiado su cuerpo o su figura. Al exterior sigue siendo el mismo que era antes, mas, por una virtud y gracia invisibles, su alma invisible se ha transformado en algo mejor”. (Or. in baptismum Christi).
    San Agustín comparó el Orden con el Bautismo: "Ambos son sacramentos y ambos se administran al hombre con cierta consagración: aquél, cuando es bautizado; éste, cuando es ordenado; en la Iglesia católica no se pueden repetir ninguno de estos dos sacramen­tos" (Contra ep. Parm. II. 13)

   3.1. Ordenes sagradas

   Generalmente se enumeran siete órdenes sagradas; cuatro inferiores o menores, que son: ostiariado, lectorado, exorcistado y acolitado; y tres superiores o mayores: subdiaconado, diaconado y sacerdocio; esta última comprende: presbiterado y episcopado. (Denz. 958 y 962). En la Edad media, por influencia monacal, se añadió la tonsura (corte de pelo) como signo de alejamiento del mundo y de desprendimiento.
   El Diaconado, el Presbiterado y el Episcopado son los grados sacramenta­les del Orden sacerdotal y se preparan con las Ordenes menores. Los tres grados no son sacramentos distintos, sino un único sacramento: el del Orden sacerdotal. Pero se administra en tres momentos o rangos, en los que el inferior no necesariamente reclama el superior.
   El poder sacerdotal encuen­tra su plenitud en el episcopado y alcanza un grado menos perfecto en el Presbiterado; el Diaconado es el grado inferior del sacramento, pero decisivo en "el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad", como dice el Concilio Vati­cano II (Lum. Gent. 29)
   Los siete Ordenes se encuentran citados explícitamente por vez primera en una carta del papa Cornelio (251-253) a Fabio, obispo de Antioquía el año 251. Se alude en ella a la situación de Roma: "un Obispo, 46 presbíteros, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos, 52 entre exorcistas, lectores, ostiarios, con 1.500 viudas y pobres." (S. Eusebio. Hist. eccl. VI. 43. Denz. 45)
   Desde entonces la tradición fue configurando cada unos de los niveles del clero, en los que distribuye con más o menos claridad y definición el Orden sacerdotal

   3.1.1. Sacramentales del Orden

   Las Órdenes menores y el subdiaconado no aparecieron nunca como de Institución divina, sino como usos de la Iglesia. No en todos los luga­res se organizaron de la misma forma. Tertuliano es el pri­mero que da testimonio del "Lectorado." (De praescr. 41). S. Hipólito de Roma habló ya del Subdiaconado (Traditio Apost. 22). En otros documentos se reflejan testimonios sobre la existencia de los otros grados, niveles o funciones.
   Hacia el siglo XII, en Occidente, los cuatro Órdenes menores y el Subdiaconado existían en casi todas las Iglesias. Sin embargo, en la oriental griega sólo se conoció el Lectorado y el Hipodiaconado (subdiaconado). En las Iglesias de Occidente el número y categorías oscilaron en función de la influencia romana.
   Las cuatro Órdenes menores y el Subdiaconado no son, por lo tanto, sacramento, sino que preparan para él. Son sacramentales ministeriales que la Iglesia perfiló a lo largo de los siglos y que en la actualidad pueden asociarse a otros servicios importantes en la comu­nidad cristiana: catequistas, evangelizadores, animadores parroquiales, etc.
   Con todo la Iglesia las consi­deró im­portantes y condiciones para llegar al Presbiterado o Sacerdocio pleno, como quedo reflejado en el Decreto del Concilio de Florencia, llamado de los Armenios, del 22 de Noviembre de 1439. El Concilio de Trento no definió nada sobre las Ordenes Menores y Subdiaconado.
   La discusión en la Iglesia sobre cierto carácter sacramental de estas Ordenes menores duró hasta la Constitución apostólica de Pío XII, "Sacramentum Ordinis" (de 1947), en la que prácticamente se dejó zanjada la cuestión, negando su carácter de sacramento, pero aludiendo a su importancia.

   3.1.2. Orden de Diaconado

   La consagración diaconal inicia la recepción del Sacramento del Orden. Tiene la característica de que es suficiente en sí misma como misión de caridad: asistencia material, litúrgica y espiritual en la comunidad eclesial. Y se puede constituir en vocación independiente del Presbiterado, del mimo modo que éste se puede recibir sin aspiraciones al Episcopado.
   El carácter sacramental del Diaconado ha sido admitido desde los comienzos cristianos. Conlleva el destino al servicio de la comunidad. Y, en cuanto se recibe voluntariamente en este sentido, es un signo sensible de la gracia divina, de la general y de la específica para el servicio eclesial al que se orienta.
   La declaración del Concilio de Trento, según la cual los Obispos, cuando confieren el Orden, no dicen sólo como fórmula: "Recibe el Espíritu Santo" (Denz. 964), sino que originan la transmisión de un carácter sagrado y de una misión eclesial, tiene también su aplica­ción al Diaconado. La Constitución "Sacramentum Ordinis", de Pío XII, resaltó la sacramentalidad del Diaconado.
   El Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium, revitalizó el servicio eclesial de los Diáconos, que "reciben la imposición de las manos, no en orden al sacerdocio, sino al ministerio"; y les atribuyó las misiones de "administrar solemnemente el Bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al Matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sda. Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura." (Lum. Gent. 29)

 
 

 

  

    3.1.3. Orden del Presbiterado

   Nace de la recepción del sacramento del Orden en este grado de iniciación sacerdotal, explícitamente instituido por Cristo para el servicio de la Comunidad.
   Se vio así desde los primeros tiempos cristianos y se consideró al sacerdocio como el ministerio santificador ordinario del Pueblo fiel. En cuanto este Orden es sacramento, es cauce de la gracia divi­na que el sacerdote recibe para sí y para repartirla entre los que están enco­men­dados a su cuida­do.
   Los Presbíteros se definen en el Concilio Vaticano II como "los cooperadores del Orden Episcopal, ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios... Santifican y rigen la porción de la grey a ellos encomendada". (Lum. Gent. 28)
   Por el sacramento participan de la triple misión de la Iglesia: enseñar, santi­ficar y gobernar. Y se comprometen a sí mismos ante Dios con el ministerio que ejercen, con amor al Pueblo de Dios y con fidelidad a la Jerarquía (Episcopado).
   La gracia sacramental les impulsa a un servicio desinteresado y conti­nuo. Para ello la Iglesia reclama a quien se ofrece por vocación para el presbiterado determinadas condiciones: pobreza, sensibilidad pastoral, preparación adecuada al ministerio que se le confía, vida evangélica y fidelidad a los propios deberes.
   En la Iglesia latina, desde el siglo VI, se impuso el celibato comprometido con un compromiso decidido de castidad. En la Iglesia griega, tanto separada por la Ortodoxia como en la católica, se man­tuvo la primitiva compatibilidad con el matrimonio. Si para el episcopado se reclamó el celibato y sólo se ordenaba a quien no había recibido el matrimonio, para el episcopado se elegían hombres casados o célibes, según el don o la opción de cada uno (celibato opcional)
  
   3.1.4. El Orden episcopal

   El Orden episcopal significa y realiza la plenitud del sacramento del Orden. Desde los primeros tiempos cristianos, los Obispos fueron considerados como los sucesores de Apóstoles y ejercieron, por derecho divino, la autoridad en la comunidad cristiana.
   Su misión inicial fue carismática, sien­do considerados por los fieles como la autoridad máxima de tipo espiritual.
   Poco a poco se fue reconociendo como autoridad más jurídica, (gobierno y primacía) tanto de forma individual en la parte de la Iglesia que se les confía, o también como colegio episcopal unido moralmente en el ejercicio ordi­nario de su Magisterio o como Sínodo o Concilio en ocasiones extraordinarias.
   Es cierto que su identidad, como autoridad de las primeras comunidades, no estuvo amparada por el término "Obispo" (Episcopio, el que vigila sobre), apenas usado en el texto del Nuevo Testamento (7 veces, con significado de vigilantes: Hech. 1.20 y 20.28, Filip. 1.1; Tim. 3.1 y 3.2; Tit. 1.7; 1. Pedr. 2. 25)
   Pero sí se halla aludida en diversas ocasiones en que hay referencia a la autoridad de animación y gobierno de cada comuni­dad: "El que preside, que lo haga con solicitud." (Rom. 12.8); "que sea buen gobernante de su propia casa." (1. Tim 3.4 y 5.2); "Tened deferencia con los que presiden." (Tes. 5.12).
   Los teólogos de los tiempos escolásticos no vieron en el Episcopado un grado especial del sacramento del Orden, sino una autoridad eclesial y social conferida por el ejercicio pastoral. Pero diversos docu­mentos posteriores a Trento recogieron la clara postura disciplinar y dogmática tridentina de considerar el Episcopado como el "grado superior en el sacerdocio." (Denz. 967).
   Esa superioridad no es meramente jerárquica, sino sacramental. Por eso la consagración de los Obispos es una forma más perfecta de conferir el sacramento del Orden que, por sí misma, no se da en los Presbíteros o en los Diáconos. Y por eso se enseña en la Iglesia que el sacramento del Orden se administra en tres momentos o niveles: Diaconado, Presbiterado y Episcopado, según las necesidades de la Iglesia y en función del servicio comunitario y no del honor de las personas.
   La superioridad de los Obispos alcanza tanto a la potestad de jurisdicción (autoridad doctrinal, o Magisterio, y autoridad de gobierno, o Jerarquía) como en la del Orden sacramental. La superioridad, en cuanto al poder de Orden, consiste en que sólo los Obispos tienen poder para ordenar y confirmar como ministros ordinarios a los presbíteros y diáconos, sus colaboradores, y sólo ellos pueden asumir las últimas decisiones de la comunidad creyente.
   Esa superioridad del Obispo respecto al Presbítero fue querida por Cristo. Al menos así se enseña en la doctrina cristiana con las referencias bíblicas convenientes. Con todo es preciso reconocer que no fue definido por Trento ni por otro acto del Magisterio el origen de esa superioridad.
   Puede entenderse como acto querido por el mismo Cristo (de derecho divino), implícito en la diferenciación que hizo de los Apóstoles respecto a los otros discípulos; o puede admitirse que ha sido organización posterior de la Iglesia (de derecho eclesiástico).
   La Tradición se inclina más bien por los segundo, recogiendo las enseñanzas sintetizadas por S. Jerónimo, quien declara que, al principio, no existía diferencia entre Obispo y Presbítero; y que, para evitar las divisiones, uno de los presbíteros fue puesto, mediante elección, al frente de los demás. A él se habría confiado la dirección de la comunidad y el poder de "ordenar" a otros presbíteros (Ep. 146. 1; y In ep. ad Tit. 1. 5). Esta idea se repitió en autores posteriores: San Isidoro de Sevilla, Amalario de Metz, Juan Duns Escoto.
   Otros teólogos enseñan, con Santo Tomás de Aquino, que existió desde el principio diferencia entre el Obispo y el Presbítero y por lo tanto fue el mismo Señor quién determinó tal organización eclesial. Doctrinalmente no hubo nada definido ni a favor ni en contra. El Papa Pío XII, en la Constitución "Sacramentum Ordinis", se inclina por la opinión afirmativa.
   El Concilio Vaticano II no zanjó la cuestión del origen de la autoridad episcopal. En ocasiones dice: "Los Apóstoles establecieron colaboradores... y les dieron la orden de que, al morir ellos, se hicieran caro de su ministerio... Recibieron el ministerio de la comunidad, con sus colaboradores, los presbíteros y diáconos," (Lum. Gent. 20). Pero, en otras referencias, afirma: "Los Obispos recibieron del Señor a quien ha sido datados de poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes." (Lum. Gent. 24)

 

   

    3.1.3. Orden del Presbiterado

   Nace de la recepción del sacramento del Orden en este grado de iniciación sacerdotal, explícitamente instituido por Cristo para el servicio de la Comunidad.
   Se vio así desde los primeros tiempos cristianos y se consideró al sacerdocio como el ministerio santificador ordinario del Pueblo fiel. En cuanto este Orden es sacramento, es cauce de la gracia divina que el sacerdote recibe para sí y para repartirla entre los que están enco­men­dados a su cuidado.
   Los Presbíteros se definen en el Concilio Vaticano II como "los cooperadores del Orden Episcopal, ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios... Santifican y rigen la porción de la grey a ellos encomendada". (Lum. Gent. 28)
   Por el sacramento participan de la triple misión de la Iglesia: enseñar, santificar y gobernar. Y se comprometen a sí mismos ante Dios con el ministerio que ejercen, con amor al Pueblo de Dios y con fidelidad a la Jerarquía (Episcopado).
   La gracia sacramental les impulsa a un servicio desinteresado y continuo. Para ello la Iglesia reclama a quien se ofrece por vocación para el presbiterado determinadas condiciones: pobreza, sensibilidad pastoral, preparación adecuada al ministerio que se le confía, vida evangélica y fidelidad a los propios deberes.
   En la Iglesia latina, desde el siglo VI, se impuso el celibato comprometido con un compromiso decidido de castidad. En la Iglesia griega, tanto separada por la Ortodoxia como en la católica, se mantuvo la primitiva compatibilidad con el matrimonio. Si para el episcopado se reclamó el celibato y sólo se ordenaba a quien no había recibido el matrimonio, para el episcopado se elegían hombres casados o célibes, según el don o la opción de cada uno (celibato opcional)
  
   3.1.4. El Orden episcopal

   El Orden episcopal significa y realiza la plenitud del sacramento del Orden. Desde los primeros tiempos cristianos, los Obispos fueron considerados como los sucesores de Apóstoles y ejercieron, por derecho divino, la autoridad en la comunidad cristiana.
   Su misión inicial fue carismática, siendo considerados por los fieles como la autoridad máxima de tipo espiritual.
   Poco a poco se fue reconociendo como autoridad más jurídica, (gobierno y primacía) tanto de forma individual en la parte de la Iglesia que se les confía, o también como colegio episcopal unido moralmente en el ejercicio ordinario de su Magisterio o como Sínodo o Concilio en ocasiones extraordinarias.
   Es cierto que su identidad, como autoridad de las primeras comunidades, no estuvo amparada por el término "Obispo" (Epi-scopio, el que vigila sobre), apenas usado en el texto del Nuevo Testamento (7 veces, con significado de vigilantes: Hech. 1.20 y 20.28, Filip. 1.1; Tim. 3.1 y 3.2; Tit. 1.7; 1. Pedr. 2. 25)
   Pero sí se halla aludida en diversas ocasiones en que hay referencia a la autoridad de animación y gobierno de cada comunidad: "El que preside, que lo haga con solicitud." (Rom. 12.8); "que sea buen gobernante de su propia casa." (1. Tim 3.4 y 5.2); "Tened deferencia con los que presiden." (Tes. 5.12).
   Los teólogos de los tiempos escolásticos no vieron en el Episcopado un grado especial del sacramento del Orden, sino una autoridad eclesial y social conferida por el ejercicio pastoral. Pero diversos documentos posteriores a Trento recogieron la clara postura disciplinar y dogmática tridentina de considerar el Episcopado como el "grado superior en el sacerdocio." (Denz. 967).
   Esa superioridad no es meramente jerárquica, sino sacramental. Por eso la consagración de los Obispos es una forma más perfecta de conferir el sacramento del Orden que, por sí misma, no se da en los Presbíteros o en los Diáconos. Y por eso se enseña en la Iglesia que el sa­cramento del Orden se admi­nistra en tres momentos o niveles: Diaconado, Presbiterado y Episcopado, según las necesidades de la Iglesia y en función del servicio comunitario y no del honor de las personas.
   La superioridad de los Obispos alcanza tanto a la potestad de jurisdicción (autoridad doctrinal, o Magisterio, y autoridad de gobierno, o Jerarquía) como en la del Orden sacramental. La superioridad, en cuanto al poder de Orden, consiste en que sólo los Obispos tienen poder para ordenar y confirmar como ministros ordi­na­rios a los presbíteros y diáconos, sus colaboradores, y sólo ellos pueden asumir las últimas decisiones de la comunidad creyente.
   Esa superioridad del Obispo respecto al Presbítero fue querida por Cristo. Al me­nos así se enseña en la doctrina cristiana con las referencias bíblicas convenientes. Con todo es preciso reconocer que no fue definido por Trento ni por otro acto del Magisterio el origen de esa superioridad.
   Puede entenderse como acto querido por el mismo Cristo (de derecho divino), implícito en la diferenciación que hizo de los Apóstoles respecto a los otros discípulos; o puede admitirse que ha sido organización posterior de la Iglesia (de derecho eclesiástico).
   La Tradición se inclina más bien por los segundo, recogiendo las enseñanzas sintetizadas por S. Jerónimo, quien declara que, al principio, no existía diferencia entre Obispo y Presbítero; y que, para evitar las divisiones, uno de los presbíteros fue puesto, mediante elección, al frente de los demás. A él se habría confiado la dirección de la comunidad y el poder de "ordenar" a otros presbíteros (Ep. 146. 1; y In ep. ad Tit. 1. 5). Esta idea se repitió en autores posteriores: San Isidoro de Sevilla, Amalario de Metz, Juan Duns Escoto.
   Otros teólogos enseñan, con Santo Tomás de Aquino, que existió desde el principio diferencia entre el Obispo y el Presbítero y por lo tanto fue el mismo Señor quién determinó tal organización eclesial. Doctrinalmente no hubo nada definido ni a favor ni en contra. El Papa Pío XII, en la Constitución "Sacramentum Ordinis", se inclina por la opinión afirmativa.
   El Concilio Vaticano II no zanjó la cuestión del origen de la autoridad episcopal. En ocasiones dice: "Los Apó­sto­les establecieron colaboradores... y les dieron la orden de que, al morir ellos, se hicieran caro de su ministerio... Recibieron el ministerio de la comunidad, con sus colaboradores, los presbíteros y diáconos," (Lum. Gent. 20). Pero, en otras referencias, afirma: "Los Obispos recibieron del Señor a quien ha sido datados de poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes." (Lum. Gent. 24)

 
 

  

    5. Efectos del Orden

   Como todo sacramento, el Orden produce dos tipos de gracias: la general y la específicamente sacramental. Además confiere un carácter sacerdotal. En cada grado se producen de forma común esos efectos en lo referente a la gracia general y al carácter. Pero la gracia sacramental es específica de cada uno, son la función eclesial a la que está destinado.

   5.1. La gracia santificante

   La gracia santificante queda aumentada en quien ha recibido este sacramento de predilección. Dispone sobrenaturalmente a una mayor intimidad con Dios y una mayo posesión de los dones del Espíritu Santo, al paso que introduce en una amistad sagrada singular, intensa e irradiante. El "consagrado" queda "graciosamente" santificado.
   Por eso el Orden es "sacramento de vivos" y exige, para su recepción, el estado de gracia como punto de partida y origina cierta plenitud de gracia como resultado del sacramento.
   Además, por ser sacramento ministerial y de servicio eclesial, reclama el haber recibido el sacramento de la Confirmación, que lo es de plenitud, como el Orden lo va a ser de ministerio y de irradiación.

    5.2. Gracia sacramental

    La gracia especial de este sacramen­to supone la fuerza para la mayor dedicación a las funciones del sacerdocio. Por eso implica una riqueza sobre­natu­ral. Lo explicaba S. Pablo a su discípulo Timoteo (1 Tim. 4. 14 y 2 Tim. 1. 6) y lo ha visto siempre así la tradición del a Igle­sia.
   Pío XI enseñaba en 1935, en su Encíclica "Ad catholici sacerdotii": "El sacerdote recibe por el sacramento del Orden una nueva y especial gracia y una particular ayuda, por la cual queda capacitado para responder dignamente y con ánimo inquebrantable a las altas obligaciones del ministerio que ha recibido, y para cumplir las arduas tareas que del mismo dimanan." (Denz. 2275)

   5.3. El carácter del Orden

   El sacramento del Orden imprime "carácter" en el que lo recibe. Es decir le deja una señal imborrable que le vincula para siempre a las funciones del ministerio y le hace irrepetible el mismo sacramento. El que ha recibido el sacerdocio no puede volverse atrás. Será "sacerdote eternamente según el orden de Melchisedech." (Hebr. 5.10 y 7.11)
    Ese carácter o señal impresa por el sacramento en el alma confiere una capacidad que jamás se atrofia del todo, aunque la vida posterior no responda a las normas de la Iglesia.
    El ordenado nuca más puede volver a ser laico. Permanecerá siempre ordenado hacia el culto cristiano como "sacerdote", es decir como miembro consagrado especialmente al mismo en la comunidad. Le confiere una función activa y "presidencial" y una capacidad imborrable en lo que a la Eucaristía y a la Penitencia se refiere.
    No es fácil explicar en qué consiste el carácter sacerdotal. Pero la Iglesia siem­pre ha reconocido el sentido definitivo de la orde­nación y la dignidad singular del ordenado, aunque su conducta posterior sea indigna. En cierto sentido, el carácter supone una singular vinculación a la persona de Cristo, supremo y único sacerdote de la Nueva Alianza.
    Incluso cuando alguien ordenado se ha apartado del ejercicio del sacerdocio y de la disciplina que en la Iglesia rige para el ejercicio del ministerio, sigue capacitado para administrar los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía en emergencias graves, como es el peligro de muerte.
    Por lo demás, el carácter existe en los tres grados del Orden sacerdotal. Es diferente del carácter bautismal y del que también otorga la Confirmación, pero plenifica ambos en la singularidad del sacerdocio. Se discute entre los teólogos si es diferente en los tres niveles o grados del Orden, sin que se pueda refrendar ninguna postura definitiva.
    En el carácter sacramental se fundamentan los poderes espirituales conferidos a los ordenados en cada uno de los grados jerárquicos del sacramento.

 5.4. La potestad del Orden

   El sacramento del Orden confiere al que lo recibe una potestad, poder o capacidad de actuación eclesial especial, que podemos denominar radical. A partir de ella, la Iglesia, mediante su autoridad (Papa y Obispos), concreta la potestad de jurisdicción o de actuación. Esta po­testad es diferente, según las atribuciones que se otorgan a cada uno de los ordenados.
   Estos poderes se ordenan a la tarea pastoral que los ordenados están desti­nados a ejercer: administración de sacramentos, evangelización ministerial, capacidad de perdonar pecados y, sobre todo, celebración de la Eucaristía.
   El Diácono recibe sólo el poder de ayudar inmediatamente Obispo y al Presbítero en el sacrificio eucarístico y en la distribución de la sagrada comunión, a los presentes o a los enfermos.
   El Presbítero recibe el poder de consagrar en la Eucaristía y de absolver en todo lo que no se reserve el Obispo, en el ámbito en que ejerce su misión.
   Y el Obispo recibe la plenitud del poder sacerdotal, es decir el poder en toda la Iglesia de administrar los sacramentos y de anunciar el Evangelio sin ninguna limitación.

   

 

   6. Ministro

   Siendo el sacramento del Orden un don de Cristo a la Iglesia, confiada a loa Apóstoles, sólo los Obispos, sucesores de los Apóstoles, pueden ser ministros ordinarios.

   6.1. Ministro ordinario

   Es condición de validez que el sacramento lo administre el Obispo y es condición de licitud que lo haga conforme a las normas de la Iglesia.
   El ministro ordinario de todos los grados del Orden es sólo el Obispo consagrado válidamente por otro Obispo, entrando así en la "cadena de la "legitimidad y de la validez", que se suele llamar "sucesión apostólica".
   ­ Según la Sagrada Escritura, los Apóstoles (Hech. 6. 6; 14. 22; 2 Tim. 1. 6), o los discípulos de los Apóstoles consagrados por éstos como Obispos (1 Tim. 5. 22; Tit. 1. 25), aparecen como ministros de la ordenación. Ellos y sus sucesores fueron ordenando a otros seguidores hasta llegar a nuestros días.
   La antigua tradición cristiana es unánime en ese reconocimiento. San Jerónimo, por ejemplo, considera la ordenación como privilegio del Obispo: “¿Qué hace el obispo sino conferir las Ordenes y todo lo demás que hace el Presbítero?" (Ep. 146. 1).
   Ese poder es de tal naturaleza que, desde siempre, se ha pensado en la Iglesia que todo Obispo consagrado válidamente, aunque sea hereje, cismático, simoníaco o se halle excomulgado, puede adminis­trar válidamente el sacramento del Orden, si tiene intención de hacerlo y observa el rito esencial de la ordenación. Así lo reconocía y enseñaba Santo Tomás de Aquino (Summa Th. Suppl. 38. 2).
   Con todo en la Edad Media se "reordenaban" en algunas regiones a los que habían recibido Ordenes conferidas por obispos herejes, cismáticos o simoníacos. Pero la práctica más universal fue reconocer las ordenaciones si habían sido administradas por Obispos a su vez válidamente ordenados.
   Para la licitud de las Ordenación tanto de Obispos como de Presbíteros y Diáconos, la Iglesia tiene normas en su Ley fundamental (C.D.C. cc. 1026 a 1039) que deben ser cumplidas ordina­ria­mente a no ser en casos excepcionales.

   6.2. En la ordenación epis­copal

   Para la ordenación de Obispos fue tradicional desde los primeros siglos el que hubiera varios Obispos ordenantes, a fin de expresar la colegialidad del cuerpo episcopal. La primera prescrip­ción parece que fue dada en el Concilio de Nicea (can. 4) donde se señala que sean tres por lo menos los consagrantes. También fue tradición el que uno sólo era el presidente y principal ordenante. Con todo, es válida la administración aunque sólo exista un Ordenante.
   Los obis­pos asistentes, según la Cons­titución apostólica "Episcopus Consecrationis" de Pío XII (1944), no son meros testigos sino concelebrantes de la acción sacramental. Ellos también imponen las manos e invocan al Espíritu Santo para el receptor del sacramento.

   6.2. Ministro extraordinario

   También fue en la Edad Media cuando se pensó que podía ser "ministro extraordinario" de las órdenes menores y del subdiacona­do un Presbítero debidamente autorizado.  La facultad de administrar estas Ordenes puede obtenerse ante una necesidad o conveniencia, como en el caso de los Abades de los monasterios o cuando hay ausencias o vacíos en las sedes de los Obispos.
   El Diaconado y el Presbiterado (que son sacramento) no pueden ser administradas válidamente por quien no tenga el grado del Episcopado, tal como enseñó Santo Tomás.
   Con todo, esta enseñanza, hoy normal en la Iglesia, choca con la documentada práctica en algunos momentos medievales, excepcional ciertamente pero existente, de que se administró el Presbiterado por alguien que no era Obispo y con el consentimiento de la autoridad suprema de la Iglesia.
   Así aconteció con el privilegio de ordenar diáconos y presbíteros concedido por Bonifacio IX en la bula "Sacrae religionis" del 1 de Febrero de 1400 al abad del monasterio agustiniano de San Pedro y San Pablo de Essex, Diócesis de Londres. Fue suprimido por el 6 de Febrero de 1403 a instancias del obispo de Londres, pero las Orde­nes conferidas fueron consideradas válidas.
    Otros casos de concesiones similares se dieron en tiempos de Martín V, con su bula "Gerentes ad vos" del 16 de Noviembre de 1427, y de Inocencio VII­, con la bula "Exposcit tuae devotionis", del 9 de Abril de 1489. Los abades cistercienses todavía conferían estas "Ordenes mayores" en los comienzos del siglo XVIII.
   Estos hechos históricos indican que ocasionalmente puede ser ministro extraordinario el simple Presbítero, hecho que pocas veces se ha dado en la Historia.

   7. El sujeto

   Para recibir el Orden sacerdotal se requiere ser varón, libre en la aceptación y conocedor del sacramento que se recibe, y hallarse en conformidad con las prescripciones de la Iglesia que hacen válido el sacramento.

   7.1. Sacerdocio de varones

   El derecho de la Iglesia prescribe que sólo los varones están capacitados para recibir válidamente el sacramento del Orden, según la práctica acreditada en el Nuevo Testamento y en la milenaria tradición de la Iglesia.
   La cuestión que hoy se debate en algunos ambientes es si tal práctica responde a una razón de "derecho divino" o de voluntad explícita de Jesús, y por lo tanto inmutable, o si es efecto de la situación social y cultural de la mujer en los tiempos antiguos y, por lo tanto, es cuestión de "derecho eclesiástico" y, como tal, mudable.
   A favor de la primera actitud se halla la práctica eclesial de dos milenios en todos los grupos cristianos: católicos, ortodoxos y reformados (protestantes y anglicanos) hasta los tiempos recientes.
   Parece derivarse incluso de la terminología y de las actitudes reflejadas en la Escritura (1 Cor. 14. 34 y ss; 1 Tim. 2. 11 y ss). Y desde luego la actitud es uniforme en los primero Padres y escritores, sobre todo en algunos más rigoristas, como Tertuliano, que considera explícitamente ser tal la voluntad del Señor. (De praescr. 41; De virg. 10)
   La cuestión de las diaconisas, existentes en la primitiva Iglesia ya desde tiempos apostólicos, no representa razón contraria a tal principio excluyente de la mujer, pues es claro que los diáconos y las diaconisas ejercían un ministerio asistencial en la comunidad y no accedían a la presidencia eucarística.
   Incluso la consagración y ritos de admisión, que en algunas cristiandades se tenía para ellas (Constituciones Apostólicas VIII. 28) y que incluían incluso el rito de la imposición de manos y la oración, no dejaba de ser un uso similar a otros que no eran interpretados como sacramentos. Tal era el caso de los profetas y doctores (Hech. 13.1) y de evangelizadores, pastores y maestros (Ef. 4.11). Y así se refleja en escritos como la Traditio Apostólica de S. Hipólito de Roma o en San Epifanio. (Haer.79. 3)
    Las razo­nes a favor de la ordenación femenina, incluso para al presbiterado y el episcopado, no dejan de ser también sólidas, en el orden pastoral sobretodo y en atención a los reclamos de la cultura moderna, radicalmente igualitaria para ambos sexos y altamente sensible a cualquier discriminación.
    Al no ser una cuestión definida como materia de fe, es evidentemente opinable según las ópticas de los creyentes, teólogos, pastores o simples laicos.
    Lo que no es discreto ni oportuno es convertir esta posibilidad en motivo de disensión y lucha de clases, o de sexos, valorando el sacerdocio más como dignidad social que como servicio eclesial. Quien tal haga, porque "ha estudiado un poco más de teología que los demás" o quien adorna de tono reivindicativo, sociológico o político, cuestiones que son eminentemente teológicas y eclesiales, más que acercarse a la claridad de una solución eclesial y apostólica, se condena a no colaborar en la búsqueda del bien.
    Tampoco es argumento suficiente, ni a favor ni en contra, el uso de analogías con otras confesiones cristianas, que asumieron el sacerdocio femeni­no sólo en la segunda parte del siglo XX: en 1950 los presbiterianos, en 1970 varias iglesias luteranas, en 1992 la Iglesia oficial anglicana.

 
 

 

   7.2. Sacerdocio y ministerio

    Para la recepción lícita de las órdenes se requiere el cumplimiento exacto de las condiciones prescritas por la Iglesia y la disposición sincera del servicio eclesial por encima de los intereses y gustos. Quedan lejos los siglos en los que el sacerdocio era una categoría social y se hallaba estimulado por bene­ficios materiales, oficio y beneficios, y protegido por leyes civiles.
    Es importante entender, en una buena eclesiología, que el sacerdo­cio es renun­cia y entrega singu­lar y merito­ria, no un simple estado social como otro cualquiera. Por eso resulta desafortunado decir que "se estudia para sacer­dote" o hablar de la "carrera sacerdotal", cuando lo que importa es resaltar su valor como servicio desinteresado.
    Es cierto que el ministro tiene que "vivir del altar"; por lo tanto la Iglesia pide garantías de "congrua sustentación" para quien va a recibir el sacramento del Orden. Pero la confianza en la Provi­dencia y la prudencia cristiana son compatibles, cuando se trata de trabajar por el Reino de Dios, ideal de vida que debe inspirar todo camino hacia el sacramen­to sacerdotal. El desprendimiento evangélico, y no el beneficio humano. Es decisivo en quien hacia él se orienta.
    Por otra parte nadie tiene derecho a ser ordenado sacerdote sin la mediación eclesial. Es el Obispo el que elige a su presbiterio y ordena sacramentalmente a sus miembros. Y, cuando se trata de un Instituto religioso o monasterio, es la autoridad competente, como servidora de la comunidad, la que asume la elec­ción y autentificación de quienes quieren asociarse en el estado sacerdotal.
    El sacerdocio no es un ornamento individual, sino una llamada para el Rei­no de Dios. Esto se hace de forma "secular" (en la Diócesis) o de forma "religiosa" (en los monasterio e institutos) de vida consagrada. Pero el servicio a la iglesia, vinculado al Orden sacerdotal, es el mismo. Y la autentificación de esa llamada a cada estado no la realiza sólo la con­ciencia personal del individuo, sino que corresponde a la Iglesia a través de su jerar­quía o autoridad.
   Con estos criterios es fácil juzgar el alcance de deter­minadas opiniones o situaciones que hoy son aireadas por los medios de comunicación social de manera incorrecta, probablemente por la ignorancia enorme de quienes los mane­jan o trabajan en ellos.
   Podemos recordar tres aspectos o terrenos que hoy reclaman una recta formación de criterios y reclaman tacto, respeto y claridad.

   7.2.1. Sacerdocio y Celibato

   El celibato, o vida continente de los que asumen el sacramento del Orden en la Iglesia latina, es un exigencia ministerial de tipo disciplinar. El concilio Vatica­no II recordó que "no está exigido por la misma naturale­za del sacerdocio... sino es reclamado por la mejor dedicación al Reino de Dios."  (Presb. ord. 16)
   Pero el Concilio renovó las actitudes tradicionales en este terreno, las cuales luego recogería de nuevo la Ley de la Iglesia (C.D.C. c. 277).
   El Concilio añadía: "Esta legislación, por lo que atañe a quienes se destinan al Presbiterado, la aprueba y confirma de nuevo este santo conci­lio... Y exhorta a todos los Presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, aceptaron el sagrado celibato por libre voluntad, a ejemplo de Cristo, a que lo abracen magnánimamente y de corazón y perseveren fielmente en ese estado." (Presb. ord. 16)
    En la Iglesia oriental católica, según tradición de los primeros tiempos, como en la ortodoxa, se admite el sacerdocio compatible con el matrimonio.
    La disciplina respecto al celibato sacerdotal, o llamado por los periodistas "celibato opcional", puede cambiar con el tiempo y puede ser objeto de dispensas eclesiales.
    Pero no serán la presiones de los sacerdotes secularizados y en vida ma­trimonial de hecho, ni los reclamos de los medios de comunicación los motores de las decisiones en la Iglesia. Ella siempre, la Jerarquía y la Comunidad, mirará en este y en otros temas importantes a la voluntad de Cristo, que sigue asistiendo con su gracia a quienes ejercen el ministerio del Magisterio y de la Jerarquía, antes que a intereses o afectos particulares.

   7.2.2. Trabajo y profesión civil

   De igual forma el sacerdote, por el estado que ha asumido libremente, se ha impuesto voluntariamente determinadas limitaciones en sus formas de vida: en cuanto a trabajos y actividades sociales y seculares, en cuanto a adquisición de bienes y en cuanto al ejercicio de sus derechos y deberes ciudadanos.
   Es normal que, en la Iglesia, a los "clérigos", que se declaran, por su estado, como dedicados a la tarea de santificar, instruir, animar, asistir, educar, desde el Evangelio, se les reclame determinadas formas de vida modélica que puedan resultar "edificantes" para quienes los conocen.
    Por eso la Iglesia les exige renuncias: al ejercicio de cargos públicos que implican civiles; a la actividad política si se entiende por tal la militancia partidista; al comercio lucrativo, al menos como profe­sión social reconocida; a la actividad militar, en su dimensión de uso de ar­mas. (C.D.C. cc. 284 a 287). Aunque no tengan nada de malo tales tra­bajos, el sacerdote públicamente hace otra profesión ante la sociedad. El sacerdote que fuera payaso de circo, empresario taurino, prestamista o boxeador, ejercería un trabajo social poco concorde con su misión evangelizadora, sin que quiera ello decir que el hacer reír o el entrete­ner a la gente suponga desorden.
   La ley de la Iglesia determina que el clérigo, Diácono o Presbítero, debe vivir de su trabajo honesto y que sus tareas al servicio de la comunidad deben estar organizadas para contar con medios suficientes de vida, que faciliten su dedicación pastoral.
   Cuando han existido situaciones conflictivas en este terreno (sacerdotes obreros, misioneros exploradores, bancos eclesiásticos, etc.) ha sido preciso clarificar criterios, calcular riesgos de escándalo y prevenir desviaciones de las personas, según las costumbres de los tiempos y de los lugares.
    Normalmente se impone el discernimiento, en el cual debe contar como elemento prioritario la autoridad competente y la comunidad de apoyo.

    7.2.3. Convivencia y perfección

   También la Iglesia reclama para los que han recibido el sacramento del Or­den formas de vida adecuadas a su pública proclamación de ministros de la Iglesia.
   Ellos han tenido que asumir su especial estado de tendencia a la perfección y deben servir de modelos vivos para quienes conocen y admiran su condición de consagrados.
   Vivan individualmente y en un ambiente familiar ordinario o convivan en comunidades sacerdotales para el apoyo mutuo, su modestia de vida, su entrega a la oración, la práctica de los consejos evangélicos, la solidaridad con los más necesitados, el deber de la formación permanente para mejor ejercer su ministerio, han sido recomendaciones constantes de la Iglesia y afectan en conciencia a los sacerdotes y clérigos de todas las condiciones.

 

   

   8. Vocación sacerdotal

   Un estado tan singular como el clerical, y sobre todo el sacerdotal y el episcopal, no es asequible a todos. Reclama dotes personales, intelectuales, morales y sociales, que hagan al ordenado ministro útil a la Iglesia. Es evidente que no todos tienen los dones naturales que habilitan para el ministerio. Por lo tanto, no es suficiente la buena voluntad para ser excelente ministro.
   La actitud de la Iglesia ha oscilado a lo largo de los tiempos entre mayores exigencias para admitir al sacerdocio y más tolerancia en el discernimiento de la cualidades humanas y las disposiciones espirituales exigidas. Pero siempre ha tenido claro que no puede ser sacerdote cualquiera que lo pretenda ni puede llevar a tal estado la voluntad ajena el que va a entrar en él.
    Sabe desde el principio que en la Iglesia hay variados dones y estados. Lo decía así gráfico S. Pablo: "Hay diversos dones, pero el Espíritu de Dios es el mismo. Hay diversidad de funciones, pero el Señor es el mismo. Son distintas las actividades, pero Dios da la actividad a todos... La presencia del Espíritu en cada uno se ordena al bien de todos. A unos les da hablar con sabiduría, mientras que a otro le concede expresarse con ciencia. A uno da el don de la fe y a otro da el poder curar enfermedades o hacer milagros o comunicar mensajes o distinguir falsos espíritus o hablar lenguajes misteriosos o interpretar lenguas. A cada uno le da el don que quiere, pues el Espíritu es el mismo". (1 Cor. 12. 5-12)
    De manera especial se requiere en el ejercicio sacerdotal cualidades espirituales y sociales, ya que el ministro es un servidor de la comunidad.
    Jesús quiso que sus seguidores formaran una comunidad y que el amor fuera el estilo predominante en las relaciones mutuas. Por eso la vocación sacerdotal reclama verdadera riqueza social para fomentar la convivencia el encuentro humano desde la óptica del Evangelio y en conformidad con la fe y la plegaria de los creyentes.
    La Iglesia vio desde siempre la importancia del sacerdocio para la realización de su misión evangelizadora y santificadora. El Vaticano II decía de cada grado lo siguiente:
   De los Obispos dice: "Deben mostrarse unidos entre sí y solícitos por todas las iglesias, ya que cada uno es responsa­ble de la Iglesia entera" (Christ. Dom. 6). Por lo tanto el Episcopado exige apertura, comprensión, serenidad, dotes de gobierno, responsabilidad, ejemplaridad, humildad, permanente bondad y celo.
   De los Presbíteros reclama: "Aunque no tengan los Presbíteros la plenitud del sacerdocio, están consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino." (Lumen Gent. 28). Requieren por lo tanto celo, sensibilidad humana, generosidad y desprendimiento, prudencia, piedad sin límites y cercanía a los hombres.
   A los Diácono recuerda: "Dedicados a los oficios de caridad y administración, recuerden los Diáconos el aviso el bienaventurado Policarpo: misericordiosos, diligentes, defensores siempre de la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos". (Lumen gent. 29)
    Todas estas cualidades "sacerdotales" exigen una probada vocación divina y una serena preparación humana. El discernimiento de cada uno en su conciencia, y de la comunidad cristiana y de la autoridad como ayuda, es lo que señala la objetividad de su existencia y la conveniencia de su seguimiento.

   9. Catequesis sobre el sacerdocio

   El sacerdocio y el diaconado son doctrinalmente temas catequísticos de importante y sus valores deben ser presentados con respeto, exactitud y objetividad a los fieles.
    Esto se debe hacer a todas las edades, no como proselitismo para que aumenten los ministros de Señor, sino como información y formación doctrinal y espiritual. Su ausencia implica un vacío grave en la instrucción cristiana.

   9.1. Momentos y criterios

   Sobre todo es en la preadolescencia, adolescencia y juventud cuando más hay que ofrecer ideas claras sobre el sacramento del Orden, como debe hacerse en lo que respecto al sacramento del matri­monio. Y del mismo modo se debe presentar a los muchachos y a las muchachas, y no menos a los padres y madres cristianos que deben conocer la grandeza de una opción sacerdotal como el mayor don que Dios puede regalar a una familia.
    La presentación catequística del Sacramento del Orden se debe orientar en doble forma: como clarificación y proclamación de la verdad evangélica; y como clarificación de valores que a veces requiere apologética defensiva.
    La presentación defensiva, alejada de toda polémica, es necesaria en muchos ambientes actuales secularizados, en los que se desprestigia la figura y la actuación del sacerdote y del ministro del culto. Queda el eco de insidiosas campañas anticlericales, propias del siglo XIX en los círculos materialistas y laicistas, pero por desgracia supervivientes, incluso en los comienzos del siglo XXI, en partidos, sindicatos y movimientos anclados en el pasado.
    La dimensión positiva tiene que ser más luminosa y doctrinal, y es la preferi­ble. Se debe explorar la voluntad de Cristo sobre su Iglesia, la realidad de los ministerios en el Cuerpo Místico, la dimensión trascendente del hombre y la consiguiente necesidad de animadores humanos que ayuden a todos a vivir conforme a las exigencias evangélicas.

   9.2. El entorno del sacerdocio

    Es evidente que esta presentación no debe hacerse de forma aislada, sino según planes sistemáticos y procesos adecuados de educación de la fe.
    El sacerdocio del Nuevo Testamento no se puede entender sin la platafor­ma eclesial, cuya doctrina es previa a la com­prensión de los ministerios. Por eso, la realidad comunitaria de la Iglesia, la voluntad de Cristo de mante­ner el sacrifi­cio eucarístico, la estructura sacramental de la fe cristiana, la necesidad de los creyentes de inter­mediaciones humanas, ayudan a presentar el Orden sacerdotal.
    La comprensión y promoción de los ministros sagrados es decisiva para una buena educación de la fe cristiana.
    La catequesis en este terreno debe partir de una cultura social e histórica suficiente, de modo que se eviten los errores de tantos políticos, escritores o personas de buena fe, cuyas informaciones sobre el sacerdocio son escasas.
   Si uno sabe de los que ejercen el sa­cerdocio mucho menos que lo que cono­ce de los artistas, de los deportistas o de las figuras públicas de la política, de la economía o del arte, difícilmente podrá entender lo que es la Iglesia o lo que significa su propia fe cristiana.
    Supuestos los conocimientos básicos, se pueden luego promover actitudes morales, afectivas y sociales adecuadas: aceptación y respeto, comprensión y realismo, solidaridad y colaboración, cuando el caso llegue.

   10. Promoción de vocaciones.

   La vocación sacerdotal implica una llamada de Dios y de la Iglesia para la misión evangelizadora y para la administración sacramental.
   Es un beneficio excelente y debe ser presentado a los jóvenes como una opción posible, la cual merece respeto, apoyo y admiración y, sobre todo, plegarias y estímulos.
   En esa vocación, al margen de interpretaciones teológicas e históricas, se encierra una clara voluntad del Señor. Y es un honor insuperable el ser elegido para ella.
   Su importancia es grande en la Iglesia. Y se debe evitar el error de pensar que la promoción de "buenos sacerdotes en la Iglesia" corresponde a los que han abrazado ya ese género de vida, como si formarán un cuerpo social que debe promocionarse para subsistir.
  Es preciso que todos los buenos cristianos entiendan que la existencia y la acción de los sacerdotes es cuestión vital para toda la Iglesia a la que los creyentes pertenecen. Y corresponde a todos los cristianos estimular a muchos jóvenes generosos para que den su vida por los demás.
   Decía el Concilio Vaticano II: "El deber de fomentar las vocaciones corresponde a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurar­lo ante todo con una vida plenamente cristiana." (Op­t. Tot. 2)

 
 

Ritual de la ORDENACION DE DIACONO

   El presidente comienza:
 
  Oremos, hermanos, a Dios Padre todopoderoso,
para que derrame bondadosamentela gracia de su bendición
sobre estos siervos suyos que ha llamado al Orden de los diáconos.

   Entonces los elegidos se postran en tierra y se cantan las letanías, respondiendo todos; en los domingos, y durante el tiempo pascual, se hace estando todos de pie, y en los demás días, de rodillas, en cuyo caso el diácono dice: Pongámonos de rodillas.
   En las letanías pueden añadirse, en su lugar respectivo, otros nombres de santos, por ejemplo, del Patrono, del Titular de la iglesia, del Fundador, del Patrono de quienes reciben la Ordenación, u algunas invocaciones más apropiadas a cada circunstancia.

  Señor Dios, escucha nuestras súplicas, confirma con tu gracia
este ministerio que realizamos:
santifica con tu bendición a éstos que juzgamos aptos
para el servicio de los santos misterios.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

  Todos: Amén.

  El diácono, si el caso lo requiere, dice: Podéis levantaros.
  Y todos se levantan.

  Imposición de manos y Plegaria de Ordenación

  Los elegidos se levantan, se acerca cada uno al Obispo, que está de pie delante de la sede y con mitra, y se arrodillan ante él. El Obispo impone en silencio las manos sobre la cabeza de cada uno de los elegidos,
Estando todos los elegidos arrodillados ante él, el Obispo, sin mitra, con las manos extendidas, dice la

Plegaria de Ordenación:

  Asístenos, Dios todopoderoso, de quien procede teda gracia,
que estableces los ministerios regulando sus órdenes;
inmutable en ti mismo, todo lo renuevas;
por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro — palabra, sabiduría y fuerza tuya —,
con providencia eterna todo lo proyectas y concedes en cada momento cuanto conviene.
A tu Iglesia, cuerpo de Cristo, enriquecida con dones celestes variados,
articulada con miembros distintos y unificada
 en admirable estructura por la acción del Espíritu Santo, la haces crecer
y dilatarse como templo nuevo y grandioso.
Como un día elegiste a los levitas para servir en el primitivo tabernáculo,
así ahora has establecido tres órdenes de ministros
encargados de tu servicio. Así también, en los comienzos de la Iglesia,
los apóstoles de tu Hijo, movidos por el Espíritu Santo,
eligieron, como auxiliares suyos en el ministerio cotidiano,
a siete varones acreditados ante el pueblo,
a quienes, orando e imponiéndoles las manos, les confiaron el cuidado de los pobres, a fin de poder ellos entregarse con mayor empeño
a la oración y a la predicación de la palabra.
Te suplicamos, Señor, que atiendas propicio
a éstos tus siervos, a quienes consagramos humildemente
para el orden del diaconado y el servicio de tu altar.

ENVÍA SOBRE ELLOS, SEÑOR, EL ESPÍRITU SANTO,
PARA QUE FORTALECIDOS CON TU GRACIA DE LOS SIETE DONES,
 DESEMPEÑEN CON FIDELIDAD EL MINISTERIO.

Que resplandezca en ellos
un estilo de vida evangélica, un amor sincero,
solicitud por pobres y enfermos,
una autoridad discreta,
una pureza sin tacha
y una observancia de sus obligaciones espirituales.
Que tus mandamientos. Señor,
se vean reflejados en sus costumbres,
y que el ejemplo de su vida
suscite la imitación del pueblo santo;
que, manifestando el testimonio de su buena conciencia,
perseveren firmes y constantes con Cristo,
de forma que, imitando en la tierra a tu Hijo
que no vino a ser servido sino a servir,
merezcan reinar con él en el cielo.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios por los siglos de los siglos.

Todos dicen: Amén.

Entrega del libro de los Evangelios.

  Concluida la Plegaria de Ordenación, se sientan todos. El Obispo recibe la mitra. Los ordenados se levantan, y unos diáconos u otros ministros ponen a cada uno la estola al estilo diaconal y le visten la dalmática.           
   Mientras tanto, puede cantarse la antífona siguiente, con el Salmo 83 (84), u otro canto apropiado de idénticas características que responda a la antífona, sobre todo cuando el Salmo 83(84) se hubiere utilizado como salmo responsorial en la liturgia de la palabra.

  Así termina la ordenación de los Diáconos

   

Rito para la ORDENACION DE PRESBITEROS

   Se inicia como en el rito de los Diáconos. Una vez concluido el canto de las letanías, el Obispo, en pie y con las manos extendidas, dice:

    Escúchanos, Señor, Dios nuestro, y derrama sobre estos siervos tu Espíritu Santo y la gracia sacerdotal; concede la abundancia de tus bienes a quienes consagramos en tu presencia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Todos: Amén.

 Podéis levantaros.

 Imposición de manos y Plegaria de Ordenación

 Los elegidos se levantan; se acerca cada uno al Obispo, que está de pie delante de la sede y con mitra, y se arrodilla ante él. El Obispo impone en silencio las manos sobre la cabeza de cada uno de los elegidos.
Después de la imposición de manos del Obispo, todos los presbíteros •presentes. vestidos de estola, imponen igualmente en silencio las manos sobre cada uno de los elegidos. Tras dicha imposición de manos, los presbíteros permanecen junto al Obispo hasta que se haya concluido la Plegaria de Ordenación, pero de modo que la ceremonia pueda ser bien vista por los fieles.
   Estando todos los elegidos arrodillados ante el, el Obispo, sin mitra, con las manos extendidas, dice la Plegaria de Ordenación:

Cuando pusiste a Moisés y Aarón al frente de tu pueblo, para gobernarlo y santificarlo, les elegiste colaboradores, subordinados en orden y dignidad, que les acompañaran y secundaran.
Así, en el desierto, diste parte del espíritu de Moisés,
comunicándolo a los setenta varones prudentes
con los cuales gobernó más fácilmente a tu pueblo.
Así también hiciste partícipes a los hijos de Aarón
de la abundante plenitud otorgada a su padre,
para que un número suficiente de sacerdotes ofreciera, según la ley, los sacrificios, sombra de los bienes futuros.
Finalmente, cuando llegó la plenitud de los tiempos,
enviaste al mundo, Padre santo, a tu Hijo, Jesús,
Apóstol y Pontífice de la fe que profesamos.
Él, movido por el Espíritu Santo,
se ofreció a ti como sacrificio sin mancha,
y habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad,
los hizo partícipes de su misión;
a ellos, a su vez, les diste colaboradores
para anunciar y realizar por el mundo entero la obra de la salvación.
También ahora, Señor, te pedimos nos concedas
como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores
que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico
.
TE PEDIMOS, PADRE TODOPODEROSO,
QUE CONFIERAS A ESTOS SIERVOS TUYOS LA DIGNIDAD DEL PRESBITERADO;
RENUEVA EN SUS CORAZONES EL ESPÍRITU DE SANTIDAD;
RECIBAN DE TI EL SEGUNDO GRADO
DEL MINISTERIO SACERDOTAL
Y SEAN, CON SU CONDUCTA, EJEMPLO DE VIDA.

Sean honrados colaboradores del orden de los obispos,
para que por su predicación,   y con la gracia del Espíritu Santo,
la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres
y llegue hasta los confines del orbe.
Sean con nosotros fíeles dispensadores de tus misterios,
para que tu pueblo se renueve  con el baño del nuevo nacimiento,
y se alimente de tu altar;
para que los pecadores sean reconciliados
y sean confortados los enfermos.
Que en comunión con nosotros, Señor,
imploren tu misericordia por el pueblo que se les confía
y en favor del mundo entero.
Así todas las naciones, congregadas en Cristo, formarán un único pueblo tuyo que alcanzará su plenitud en tu Reino.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios por los siglos de los siglos.

Todos: Amén.

 Unción de las manos y entrega del pan y el vino

 Concluida la Plegaria de Ordenación, se sientan todos.
El Obispo recibe la mitra. Los ordenados se levantan.
Los presbíteros presentes tornan a su puesto;
pero algunos de ellos colocan a cada ordenado la estola al estilo presbiteral y le visten la casulla.

 Seguidamente, el Obispo toma el gremial y, oportunamente informado el pueblo, unge con el sagrado crisma las palmas de las manos de cada ordenado, arrodillado ante él, diciendo:

Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo,
te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio.

Después, Obispo y ordenados se lavan las manos.
Mientras los ordenados visten la estola y la casulla y el Obispo les unge las manos, se canta la antífona siguiente con el Salmo 109 (110), u otro canto apropiado de idénticas características que concuerde con la antífona, sobre todo cuando el Salmo 109 (110) se hubiere utilizado como salmo responsorial en la liturgia de la palabra.

 

 
 

Rito de la ORDENEACION DE LOS OBISPOS

El celebrante impone las manos sobre el nuevo Obispo y dice la fórmula de la ordenación:        

   Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo
Padre de misericordia y Dios de todo consuelo, que habitas en el cielo,
y te fijas en los humildes; que lo conoces todo antes de que exista.
Tú estableciste normas en tu Iglesia con tu palabra bienhechora.
Desde el principio tú predestinaste a un linaje justo de Abrahán;
nombraste príncipes y sacerdotes y no dejaste sin ministros tu santuario.
Desde el principio del mundo te agrada ser glorificado por tus elegidos.

Esta parte de la oración es dicha por todos los Obispos ordenantes, con las manos juntas y en voz baja para que se oiga claramente la del Obispo ordenante principal:

INFUNDE AHORA SOBRE ESTE TU ELEGIDO
LA FUERZA QUE DE TI PROCEDE:
EL ESPÍRITU DE GOBIERNO
QUE DISTE A TU AMADO HIJO JESUCRISTO,
Y ÉL, A SU VEZ, COMUNICÓ A LOS SANTOS APÓSTOLES,
QUIENES ESTABLECIERON LA IGLESIA
COMO SANTUARIO TUYO EN CADA LUGAR,
PARA GLORIA Y ALABANZA INCESANTE DE TU NOMBRE.

Prosigue solamente el Obispo ordenante principal:

Padre santo, tú que conoces los corazones,
concede a este servidor tuyo,
a quien elegiste para el episcopado,
que sea un buen pastor de tu santa grey
y ejercite ante ti el sumo sacerdocio
sirviéndote sin tacha día y noche;      
que atraiga tu favor sobre tu pueblo
y ofrezca los dones de tu santa Iglesia;
que por la fuerza del Espíritu,
que recibe como sumo sacerdote
y según tu mandato,
tenga el poder de perdonar pecados;
que distribuya los ministerios y los oficios según tu voluntad,
y desate todo vínculo conforme al poder
que diste a los Apóstoles;
que por la mansedumbre y la pureza de corazón
te sea grata su vida como sacrificio de suave olor,
por medio de tu Hijo Jesucristo, por quien recibes la gloria, el poder y el honor,
con el Espíritu, en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos.
Todos: Amén.

 

 

   

 

   Concluida la Plegaria de Ordenación, los diáconos retiran el libro de los Evangelios que sostenían sobre la cabeza del ordenado; uno de elle continúa con el libro hasta el momento de entregarlo al ordenado. Se sientan todos. El Obispo ordenante principal y los demás Obispos ordenantes se ponen la mitra.

  Unción de la cabeza y entrega del libro de los Evangelios y de las insignias       

   El Obispo ordenante principal se pone el gremial, recibe de un diácono el santo crisma y unge la cabeza del ordenado, que está arrodillado ante él, diciendo:

   Dios, que te ha hecho partícipe del sumo sacerdocio de Cristo,
derrame sobre ti el bálsamo de la unción,
y con sus bendiciones te haga abundar en frutos.

  Después el Obispo ordenante principal se lava las manos.
El Obispo ordenante principal, recibiendo de un diácono el libro de los Evangelios, se lo entrega al ordenado diciendo:        

  Recibe el Evangelio, y proclama la palabra de Dios, con deseo de instruir y con toda paciencia.

El diácono toma nuevamente el libro de los Evangelios y lo deposita en su lugar.
El Obispo ordenante principal pone el anillo en el dedo anular de la mano derecha del ordenado, diciendo:
 
   Recibe este anillo, signo de fidelidad,
   y permanece fiel a la Iglesia, Esposa santa de Dios.

   Si el ordenado goza de palio, el Obispo ordenante principal lo recibe del diácono y lo pone sobre los hombros del ordenado, diciendo:

   Recibe el palio traído del sepulcro de San Pedro,
que te entregamos en nombre del Romano Pontífice, el Papa N.,
como signo de autoridad metropolitana,
para que lo uses dentro de los límites de tu provincia eclesiástica;
que sea para ti símbolo de unidad y señal de comunión con la Sede Apostólica,
vínculo de caridad y estímulo de fortaleza.
Recibe la mitra; brille en ti el resplandor de la santidad,
para que, cuando aparezca el Príncipe de los pastores,
merezcas recibir la corona de gloria que no se marchita.

   Y, finalmente, entrega al ordenado el báculo pastoral, diciendo:

  Recibe el báculo  signo del ministerio pastoral,
y cuida de todo el rebaño que el Espíritu Santo te ha encargado guardar,
como pastor de la Iglesia de Dios.

    Se realizan luego otros gestos, como sentar al ordenado en la Cátedra, si ha sido ordenado en su propia Iglesia, o en el primer sitial, si está en la del ordenante o en otra. También se acercan todos los presentes, comenzando por los Obispos y el clero , para darle el ósculo de paz